MUÑECOS
Una tarde dijiste que yo
era tu muñeca. Que sólo con que tus manos me rozaran yo cerraba los ojos y que
en cuanto dejaban de hacerlo, los abría. ¡Cómo te reías! Luego me diste un beso
con aquellos labios duros que retendría entre los míos con la seguridad de no necesitar
nada más.
Aquel día salí del trabajo un poco antes
de la hora. Te complacían las sorpresas. Llegué a casa y encontré un policía en
el umbral de la puerta, abierta de par en par. Entré y enseguida alcancé a
verla a ella a través de la cristalera de nuestro salón: una conocida común que
no fue capaz de mirarme. En nuestro cuarto, una papelina sobre la mesilla, la
cama revuelta, las ropas por el suelo y tú apenas cubierto con la sábana que
seguramente alguien había echado sobre tu cuerpo desnudo. Cuando los sanitarios
terminaron su quehacer pude ver tu rostro por primera vez desde que había
llegado. Eras como un enorme muñeco desmadejado, con los vidriados y marinos
ojos abiertos. El médico me miró un segundo y yo me acerqué, alargué la mano
hasta rozar tus pestañas y por un momento recordé tus palabras. Y disfruté con el
juego de cerrar tus ojos con el leve roce de mis dedos fríos.
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ResponderEliminarParece que para ella era bastante el juego, pero para él, no. Y, además, los polvitos en la nariz... La mujer ignora muchas cosas, y el esposo la mantiene ignorante, pura reserva espiritual. Mi impresión tras la lectura es que ella vivía en un invernadero de sensaciones suaves y a él le iba la marcha sin remedio, pero la mantenía a ella fuera de excesos quizá por respeto, por amor, o para no destruir la familia. Es de esas historias en las que al terminar yo no diría "¡Qué cabrón!", pero sí "¡Puta vida!".
ResponderEliminar¡Qué buen micro, Belén, sorpresivo y redondo! Enhorabuena.
Muchas gracias, Fer. Siempre fan y generoso.
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